domingo, 17 de mayo de 2009

Españolitos, os recibimos con alegría...


La historia que relataré a continuación es completamente real y poseo testigos que, por un módico precio, están dispuestos a corroborarla.

Todo ocurrió una soleada mañana (o tarde) americana. Yo acababa de pasar 9 horas dentro de un avión sobrevolando el Atlántico con destino a Miami, donde debía coger otro vuelo que me llevaría a mi destino final: Las Vegas.

Debíamos pasar la aduana americana. Para dicho propósito se nos facilitaron unos sesenta o setenta folletos que debíamos rellenar con cautela, ya que si algo no estaba bien o, simplemente, estaba confuso, podíamos acabar en alguna celda yankee. Ya antes, en el aeropuerto de Madrid, una amable azafata que era la viva imagen de Bud Spencer con indigestión, nos hizo cerca de cien preguntas sobre qué llevábamos en la maleta, dónde lo habíamos comprado y cuánto nos había costado, por si pensábamos revenderlo en suelo americano.

Llegó la hora de pasar el control. Tras hacer una cola de tres cuartos de hora, el agente Crespo, mirándome con cara de desdén y con los mismos aires con los que un oficial americano mira a un turista español, registra el número de mi pasaporte, me hace una foto y escanea mis huellas dactilares sin apenas dirigirme la palabra. De repente, otro agente, camuflado de señora amable y comprensiva, toma mi pasaporte y me conduce hasta un zulo apartado de la terminal. Allí me invita a tomar asiento y a morirme de asco mientras otros diez agentes inspeccionan mis credenciales y mi billete de avión buscando algún indicio de terrorismo.

Allí estaba yo, entre cárteles colombianos, miembros de Al Qaeda y milicianos norcoreanos, cagado de miedo y abatido por la incertidumbre, mientras los amabilísimos y cultísimos oficcers yankees se dedicaban a comer rosquillas y hablar entre ellos como si nosotros no existiésemos.

En las 6 horas y media que estuve encerrado en ese zulo mi vida pasó delante de mis narices varias veces, como en una película. No tenía bastante con estar ahí encerrado sin poder hacer una llamada a mis amigos para decirles donde estaba, sino que encime tenía que tragarme cine español... ¡manda cojones!

Tras tres intentos desesperados de hablar con un agente, y habiéndome ganado una sonora reprimenda por abandonar mi asiento sin ser nombrado, conseguí mi propósito: ir al baño. Un agente me escoltó hasta la puerta y, una vez allí, no sin miedo de acabar cavando zanjas en Guantánamo, realicé una llamada clandestina a mi compañero Alberto y le conté lo sucedido.

Gracias a que él y Pedro, mis compañeros de viaje, dedicaron su tiempo a buscar ayuda y gracias a una señora que trabajaba en la empresa de facturación del aeropuerto de Miami, los trámites de mi huida de aquella mazmorra se agilizaron. Después de que el oficial me hiciera todo tipo de preguntas y realizara varias llamadas a Washington, pude salir de ahí sin un rasguño, cosa que llegué a dudar cuando un agente gordo y de voz grave me indicó sutilmente, por error, que tomara asiento cuando me disponía a abandonar la sala.

((Existen variantes de la misma historia que aseguran que fui inspeccionado a fondo por un agente afroamericano de dos metros que me practicó un tacto rectal y un cacheo genital, pero lo único que puedo decir al respecto es que fue muy cariñoso y muy delicado y que todos los días me manda privados por Facebook para decirme que me echa de menos.)).

Ya fuera de aquel mapamundi del terrorismo internacional, la misión era recoger mi maleta, que estaba retenida, facturarla y llegar a tiempo a la puerta D46 para coger el vuelo a Las Vegas. Corrí como nunca había corrido, incluso más que cuando la niña gorda de mi clase me dijo que le gustaba. Finalmente llegué a tiempo. El vuelo se había retrasado y tenía tiempo de sobra para embarcar, pese a que mis maletas no cabían, y tuvieron que enviármelas al día siguiente.
Unos adormilados Pedro y Alberto me recibieron entre risas nerviosas y manchas de orina en los pantalones con la alegría de verme vivo y con la dignidad intacta.

Al final todo fue como la seda, llegamos a Las Vegas de noche, un chófer argentino nos llevó hacia el Bellagio y allí pasamos 5 días de puta madre que me hicieron olvidar lo ocurrido. (Bueno, casi todo, tú sabes a lo que me refiero, oficial Mondongo... ;p ).


The End.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajajjaaj sin duda, y a pesar de el interés del post, lo mejor es el fiel reflejo de la historia plasmado en la foto de cabecera

PORQUE LA VIDA PUEDE SER MARAVILLOSA